En la Unión Sudafricana del año 1951, el gobierno racista del sacerdote de la Iglesia neerlandesa reformada, doctor Malan, un afrikáner en toda regla, impulsor de las políticas del aparheid que durarían medio siglo, había logrado el respaldo parlamentario necesario para aprobar la ley que establecía una representación separada para la población mestiza en la provincia de El Cabo. Hasta entonces el derecho al sufragio se negaba a los mestizos de la misma forma que a los puramente negros, que no iban a poder ejercer el voto hasta 1994.
La ley llegó hasta el Tribunal Supremo de la Unión que declaró al año siguiente su nulidad por considerar que era inconstitucional. Entonces, el doctor Malan hizo que el Parlamento crease un “Alto Tribunal parlamentario” formado exclusivamente por miembros de este y con la misión de juzgar las apelaciones a las decisiones del Tribunal Supremo. Como primera medida revocó la sentencia que había declarado nula la ley de los mestizos. A Pedro Sánchez, igual que al doctor Malan, le debe parecer que quien verifica la constitucionalidad de las leyes se coloca necesariamente por encima de ellas y por ello tal función no puede ser desempeñada por un juez que solo puede juzgar de acuerdo con las leyes y no juzgar las propias leyes.
Por eso ha elegido a su ex ministro de Justicia que firmó los indultos a los líderes separatistas catalanes, Juan Carlos Campo, de perfil más político que judicial, y a un ex alto cargo de total confianza de La Moncloa, Laura Díez, para ocupar las plazas que deben renovarse en el Tribunal Constitucional a propuesta del Gobierno y, lo que más grave, impulsa un cambio de ley para tratar de eliminar la obligación de la elección simultánea de los dos candidatos del Ejecutivo y los dos del Poder Judicial para asegurarse con ello y desde ahora la mayoría de decisión en ese órgano.
La elección, de llevarse a cabo, perjudicaría la imagen de la alta institución, pero también, como viene siendo destacado por juristas y analistas políticos de renombre, constituye un paso más para hacer saltar por los aires la separación de poderes del Estado que en el fondo no es más que un mecanismo para debilitar el órgano más dominante del Estado y evitar los regímenes autoritarios (“el poder detiene el poder”, decía Montesquieu).
Finalmente, el doctor Malan no tuvo suerte. En los tres meses siguientes el propio Tribunal Supremo anuló la ley de creación del Alto Tribunal parlamentario y ya no le quedó más remedio que inclinarse ante esa decisión. El sistema había funcionado. En España será otra cosa. Seguramente la mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno respaldará estos cambios, como ya ha ocurrido con otros anteriores no menos polémicos, y el Tribunal Constitucional, hecho ya a la medida de Sánchez, los bendecirá. No hará falta ni tan siquiera constituir el Alto Tribunal parlamentario en el que con toda seguridad estaría sentando plaza algún diputado de Bildu y Rufián. Pero tampoco les demos ideas.