Siempre he querido vivir en un país que funcionase como funcionan los Países Bajos, Luxemburgo o Austria, en estados que cumplan sus cometidos, además que estos fueran escasos, que el dinero que arrebatan a sus nacionales alcanzara rendimientos óptimos y que la administración pública no fuese un manirroto que tira por los desagues de la incompetencia el dinero de los contribuyentes.
En España, 43 años después de las Elecciones Constituyentes y 42 del Referéndum Constitucional, el Estado «lo público» ha sido la gran barragana del trabajo y del esfuerzo de sus gentes, cultivando con verdadera fruición el arte de dificultar la vida a los administrados.
Soportamos un Estado con una estructura enorme, ineficiente y cara, muy cara. Tenemos Gobierno Central, Comunidades Autónomas, Diputaciones Provinciales, Cabildos Insulares, Mancomunidades, Ayuntamientos, Juntas Vecinales, Pedanías, Entes, Empresas Públicas y otra multitud de «chiringuitos», observatorios, patronatos, etc … todos ellos con dos características en común : Son ineficientes hasta la desesperación y desdeñan a los contribuyentes que los mantienen.
Este Estado omnipotente e incompetente que coloniza directa e indirectamente el 50 % del PIB y que necesita arrebatar 3,7 euros a los contribuyentes para aportar solo uno a ese mismo PIB, se ha situado en unos niveles de deuda del 128 % del Producto Interior Bruto.
Esta locura burocrática sostiene entre su maraña a tres millones de empleados estatales que paradójicamente disfrutando de salarios medios situados en el entorno de los 25.000 euros, son mantenidos por trabajadores de la economía productiva con sueldos medios de 17.000 euros. Si, han leído bien.
Ha sido aparecer la pandemia en nuestras vidas para que este manirroto e incompetente Estado muestre impúdicamente su inutilidad. Ha bastado que el 3 % de la población esté afectada para que veamos lo incapaz que es, acuciada por todo tipo de problemas, desde la falta de suministro de jeringuillas o vacunas que ha provocado una sensación de angustia entre la gente que esta no se merece, hasta el abandono de otras atenciones.
No obstante esta situación tiene partidarios que defienden lo estatal, convirtiendo sus propagandistas la mentira en una de las bellas artes, pues es incomprensible que se pueda tener el menor respeto intelectual por un Estado que no actuó diligentemente ante el CORONAVIRUS, que seguidamente colapsó el sistema, que las mascarillas eran objetos superfluos, que las vacunas no acaban de llegar con la frecuencia que se necesita o que incluso hasta escasean las jeringuillas, provocando todo ello una ansiedad e intranquilidad brutal a las personas. Ello sin mencionar, aquí y ahora, una situación económica que arrasa con empresas y empleados.
Mientras tanto vemos a unos ciudadanos que contemplan mudos todo lo que está ocurriendo y ven pasar por delante de los turnos de vacunación a sindicalistas, alcaldes, obispos, espadones y progenitores de cargos públicos varios, sin que ocurra nada, no se si por temor a un Estado trufado de bondades que la realidad no ha podido nunca demostrar.
No se dan cuenta, quizás tampoco quieran dársela, que recurrir al Estado para que les arregle la vida es siempre una mala decisión y sobre todo muy peligrosa, ya que el Estado no garantiza nada, !nunca¡ (excepto la merma de libertad) para los ciudadanos que le soportan con su dinero y su paciencia.
Autor: Alfonso del Amo-Benaite. Consultor de Mercados & Marketing.