«Las manifestaciones sociales surgen como ecos de un descontento profundo; sin embargo, las respuestas políticas son tímidas o inexistentes»
En un mundo donde la clase política parece haber perdido toda conexión con la realidad y sus electores, es natural preguntarse si la democracia que tanto defendemos sigue siendo el mejor sistema. La corrupción endémica que afecta a todos los partidos políticos no solo revela una bajeza moral alarmante, sino también una sorprendente falta de rigor intelectual. La pregunta que surge es inquietante: ¿sería más efectivo un gobierno autocrático en lugar de esta democracia desmoronada?
A medida que los escándalos de corrupción se apilan, desde sobornos hasta malversación de fondos públicos, se hace evidente que muchos políticos operan en función de su propio interés, despojando a la ciudadanía de su confianza. En lugar de ser líderes comprometidos con el bienestar común, muchos parecen más interesados en conservar su poder a expensas del pueblo.
La incapacidad constante para abordar problemas críticos —como el cambio climático, la educación y la desigualdad económica— genera una sensación de impotencia colectiva. Las promesas electorales se convierten en meras palabras vacías, mientras los ciudadanos son testigos del derroche y la ineficiencia gubernamental. Las manifestaciones sociales surgen como ecos de un descontento profundo; sin embargo, las respuestas políticas son tímidas o inexistentes.
En medio del caos político y social, surge un debate cada vez más polarizado: ¿podría una autocracia ser menos perjudicial que esta democracia fallida? Aunque este pensamiento provoca escalofríos solo con pensarlo, hay quienes argumentan que un líder fuerte podría tomar decisiones audaces y efectivas sin las limitaciones del consenso democrático. Pero al considerar esta opción, nos encontramos ante una profunda paradoja moral: ¿es justificable sacrificar nuestras libertades por eficacia?
Algunos argumentan que incluso si una autocracia pudiera ofrecer soluciones rápidas a problemas urgentes, también podría conducir a abusos aún mayores. El miedo a la represión política y al control totalitario plantea interrogantes sobre lo que estamos dispuestos a sacrificar por un estado funcional. La falta de rendición de cuentas podría dejar al pueblo aún más vulnerable ante las decisiones arbitrarias.
Pero, ¿podemos cuestionar nuestra democracia actual sin renunciar a ella por completo? Es imperativo demandar cambios significativos dentro del sistema político existente —una revalorización ética e intelectual— antes de considerar cualquier forma alternativa de gobierno. Los ciudadanos deben exigir transparencia y responsabilidad; solo así podremos regenerar nuestra confianza en el proceso democrático.
La crítica no debe ser vista como una traición al sistema sino como una llamada de atención urgente para reformar lo que está roto. Tal vez nuestro verdadero camino hacia adelante radique no en abrazar o rechazar totalmente un modelo u otro, sino en encontrar maneras innovadoras y efectivas dentro de nuestra propia estructura democrática para asegurar un futuro mejor para todos.
Autor: Richard Zubelzu / Director de cine y fotoperiodista